Por Fernando Mumare y María Mumare.
I. El caso
En autos “Ministerio de Relaciones Exteriores y Culto s/ informe sentencia dictada en el caso ‘Fontevecchia y D’Amico c. Argentina’ por la Corte Interamericana de Derechos Humanos” (sentencia del 14/02/2017) la Corte Suprema de Justicia de la Nación decidió —por mayoría— que no correspondía hacer lugar a lo solicitado por la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación. Mediante un oficio librado por la Dirección General de Derechos Humanos del Ministerio de Relaciones Exteriores y Culto de la Nación se requería que el Tribunal cumpla, “en lo que corresponda y de conformidad con su competencia”, la resolución dictada por el órgano internacional en fecha 29/11/2011.
Después de seguir el trámite propio del procedimiento en sede internacional, la Corte Interamericana declaró que el Estado argentino había violado el derecho a la libertad de pensamiento y de expresión de los peticionantes (art. 13, CADH). Afirmó allí que la sentencia constituía per se una forma de reparación y, adicionalmente, dispuso —en lo que aquí nos concierne— que el Estado argentino debía: “dejar sin efecto la condena civil impuesta a Jorge Fontevecchia y Héctor D’Amico, así como todas sus consecuencias”.
Nuestro máximo Tribunal consideró que la orden contenida en la parte resolutiva bajo análisis fue dictada fuera del marco de atribuciones previsto por la CADH y no puede ser cumplida por la Corte argentina a la luz del ordenamiento constitucional nacional. Aclararon que la decisión arribada no implica “negar carácter vinculante a las decisiones de la Corte Interamericana, sino tan solo entender que la obligatoriedad que surge del art. 68.1 debe circunscribirse a aquella materia sobre la cual tiene competencia el tribunal internacional (art. 63, CADH; arts. 27, 75 inc. 22 y 108, CN)”.
En fecha 18 de octubre de 2017 la Corte Interamericana de Derechos Humanos en autos “Caso Fontevecchia y D’Amico c. Argentina. Supervisión de cumplimiento de sentencia” resolvió que el Estado argentino “no ha dado cumplimiento a la reparación relativa a dejar sin efecto la condena civil impuesta a los señores Jorge Fontevecchia y Héctor D’Amico, así como todas sus consecuencias, ordenada en el punto dispositivo segundo de la Sentencia”.
En respuesta a ello, mediante resolución 4015/2017 de fecha 5 de diciembre de 2017 la CS decidió dejar asentada la incompatibilidad de su anterior pronunciamiento con lo resuelto por el órgano internacional.
Reflexiones sobre las potestades remediales de la Corte Interamericana, la posibilidad de que la CIDH deje sin efecto una sentencia dictada en sede nacional y la interpretación del art. 63.1 del Pacto de San José de Costa Rica, la discusión semántica en relación a la expresión “dejar sin efecto”, el diálogo jurisprudencial invocado en el voto del Dr. Rosatti, la disputa de autoridad entre la Corte Interamericana y la Corte argentina, la esfera de soberanía y la armonización de los arts. 1º, 27, 75 inc. 22 y 108 de la CN son algunas de las variadas aristas sobre las cuales se debe profundizar para un análisis exhaustivo de este pronunciamiento. Sin soslayar la importancia y trascendencia que el estudio de cada uno de esos puntos merece por separado, y que evidentemente escapan a la extensión del presente, nos proponemos en las líneas que siguen reflexionar —desde un enfoque integral— sobre la virtualidad del derecho a la libertad de expresión que dio fundamento a las actuaciones, en consonancia con una posible amenaza ante la inoficiosidad de la herramienta de protección internacional. En el entendimiento de que la Corte Interamericana se instituye como cabeza de un sistema cuyo fin es el de asegurar la existencia de vías idóneas para una efectiva tutela de los derechos reconocidos en la CADH, creemos que la decisión original de la Corte dio lugar a interpretaciones forzadas que nos alejan del objetivo común de la defensa de los derechos humanos.
La incorporación del art. 75 inc. 22 a la CN está enmarcada en una corriente que pretende dejar establecidas garantías supranacionales, inconmovibles por movimientos temporales, en cada uno de los países que forman parte del sistema. La coyuntura muchas veces legitima restricciones de derechos fundamentales como consecuencia de determinados fenómenos culturales. El consenso internacional y los sistemas de integración regional buscan solidificar el ejercicio de esos derechos a través del tiempo, limitando la discrecionalidad del poder de turno.
II. El derecho subjetivo y su tutela
Teniendo en consideración que el preámbulo de la CADH sostiene que la protección internacional de los derechos esenciales del hombre es de “naturaleza convencional, coadyuvante o complementaria de la que ofrece el derecho interno de los Estados americanos”, creemos necesario centrar el análisis en la protección de los derechos subjetivos reconocidos en aquel instrumento.
El argumento de la Corte argentina en cuanto a que el cumplimiento de lo requerido por la CIDH implicaría quebrar el principio de la supremacía y rigidez constitucional, afectando las bases del sistema institucional y jurídico, en violación al art. 27 de la CN, entra en crisis desde un enfoque centrado en la responsabilidad internacional en la que puede hacerse incurrir al Estado por la inobservancia de las obligaciones asumidas frente a la comunidad internacional.
La Corte pretende sortear tal discordancia con la resolución 4015/2017 donde ordena: “(…) que se asiente junto la decisión registrada en Fallos 324:2895 la siguiente leyenda: “Esta sentencia fue declarada incompatible con la Convenci6n Americana sobre Derechos Humanos por la Corte Interamericana (sentencia del 29 de noviembre 2011)”.
¿Alcanza?
¿Contribuye la decisión de la Corte argentina a la tutela del ejercicio del derecho a la libertad de expresión?
¿Implica la decisión, en el intento de reafirmar la supremacía constitucional, una elección a favor de la seguridad jurídica? ¿Logran conciliarse estos vectores?
No está en juego solo una discusión de procedimiento sino la forma de hacer viable el pleno ejercicio de nuestros derechos fundamentales y para ello, la necesaria e imperativa defensa de la libertad de prensa, factor necesario e indispensable para una verdadera democracia. En definitiva, lo que está en jaque es la naturaleza de un sistema supranacional que en su génesis pretende reivindicar y tutelar el ejercicio pleno de los derechos humanos.
Es importante destacar que, a la vez que nuestra Constitución mantiene una reserva soberana a partir de lo expresado en el art. 27, existe la necesidad de armonizar con la aceptación voluntaria de una jurisdicción supranacional a la que nuestro estado le dio raigambre constitucional y se obligó a cumplir. La Corte es el único órgano del sistema interamericano de protección de los derechos humanos que tiene capacidad jurígena, es decir, la capacidad de dictar una sentencia obligatoria respecto del Estado que con su conducta ha violado la Convención Americana de Derechos Humanos. Negar tal facultad y mantenerse dentro del sistema interamericano es absolutamente contradictorio. Hay que tener en cuenta en este sentido que la jurisdicción internacional es siempre consentida y que hay países que, a diferencia del nuestro, optaron por no ser parte en el Pacto de San José de Costa Rica o que lo han suscripto sin aceptar la jurisdicción de la Corte.
El art. 63.1 de la CADH establece que “cuando decida que hubo violación de un derecho o libertad protegidos en esta Convención, la Corte dispondrá que se garantice al lesionado en el goce de su derecho o libertad conculcados. Dispondrá asimismo, si ello fuera procedente, que se reparen las consecuencias de la medida o situación que ha configurado la vulneración de esos derechos y el pago de una justa indemnización a la parte lesionada”.
Al respecto, el voto de la mayoría expresa: “En consecuencia, el tenor literal de la norma no contempla la posibilidad de que la Corte Interamericana disponga que se deje sin efecto una sentencia dictada en sede nacional (…) Entre dichos principios inconmovibles se encuentra, sin duda alguna, el carácter de esta Corte como órgano supremo y cabeza del Poder Judicial, conforme surge del art. 108 de la CN”.
¿La expresión de nuestro más alto Tribunal es un prisma que permite ver claramente la protección del derecho lesionado? ¿Le da al justiciable una respuesta ante su reclamo? ¿Garantiza la libertad de expresión?
¿Contribuye a una democracia más fuerte en la cual todas las voces puedan ser transmitidas sin cortapisas?
Creemos que los tiempos modernos exigen respuestas jurídicas que no se diluyan en cuestiones formales y que privilegien, en cambio, la defensa de aquella solución que sea justa en términos del pleno ejercicio de los derechos humanos.
En la teoría del derecho constitucional ha tomado cuerpo el neoconstitucionalismo como expresión que sintetiza un conjunto complejo y multifacético de nuevas tendencias conceptuales, criterios de positivación y actuaciones jurisprudenciales que reflejen un modo de pensar e interpretar la Constitución. Entre las tesis más sobresalientes de esta nueva corriente, señala el profesor Carlos Manuel Villabella Armengol, que debe reconocerse una “complexión abierta y flexible de la Constitución, determinada porque en ella se integran normas que estipulan un hacer o no hacer y cánones preceptivos, descriptivos y teleológicos, de textura dúctil y de alcance difuso desde el punto de vista jurídico: el contenido de la Constitución no se agota en el significado de sus términos y enunciados, en su semántica; la naturaleza última de las normas constitucionales es pre lingüística, es axiológica. Por eso las Constituciones dicen más de lo que sus términos significan”.
Este nuevo marco teórico permite una relectura de las soluciones instrumentadas para resguardar los derechos y encontrar en los principios del ordenamiento la respuesta que sea más adecuada según las circunstancias fácticas, jurídicas y sociales.
En particular, la libertad de expresión, es reconocida como uno de los primeros consagrados positivamente a partir de la intensidad de su reclamo y se conceptualiza como un derecho de carácter individual que se desprende de la libertad. Su esencia permite exponer el pensamiento, avanzando hacia una nueva mirada más amplia que implica el derecho de toda la comunidad al acceso a la información como piedra basal de la democracia. Podemos medir la institucionalidad de un país observando la libertad de expresión y el acceso a la información que gozan sus habitantes. “Constituye, en principio, uno de los derechos sustantivos, naturales e inalienables de la persona. Integra, por ello, el haz de derechos-facultades de la primera generación del constitucionalismo desarrollado en el siglo XIX, que los reconoce como anteriores al Estado y manifestación de la libertad más profunda de la criatura humana a expresar y comunicar —o no hacerlo— ideas, pensamientos, opiniones, críticas y hasta, donde la misma persona lo determine, el núcleo de su propia interioridad”.
La necesaria protección a este derecho implica el respeto a las minorías, el disenso en el diálogo, el control por parte de la población de los actos de gobierno, la libertad para poder acceder a información y difundirla. La vigencia de un sistema democrático y respetuoso de los derechos individuales, sociales y colectivos, solo puede darse en un marco de absoluta libertad de expresión, sin censura previa, el cual debe ser garantizado a través de mecanismos procedimentales adecuados. Resta señalar que el sujeto recipiendario del ejercicio del derecho a la libertad de prensa, despojado de arbitrarias restricciones, es siempre un consumidor cuya protección está también amparada en los principios constitucionales. No se trata solo de la libertad de prensa como vehículo transmisor de la información sino de la tutela del derecho de cada uno de los miembros de la sociedad.
La resolución de la Corte nos lleva a plantearnos si podemos aseverar con firmeza que la solución arribada contribuye a solidificar la libertad de expresión y con ello a la libertad de prensa como un paradigma infranqueable por los operadores jurídicos y políticos. De respuestas solventes y sostenidas en el tiempo podremos dar cuenta que estamos transitando una firme democracia.
“(…) La propia comunidad democrática es la máxima —y última— instancia soberana en lo relativo a la gestión de los asuntos comunes en lo que podríamos llamar con Carlos Nino, cuestiones intersubjetivas o de moral pública (ello, del mismo modo en que cada individuo debe ser considerado como soberano en todo lo que sea relativo a su propia vida —cuestiones de moral privada— y en tanto no afecte de modo significativo a terceros). Lo dicho ya implica desafiar la idea (propia de este fallo ‘Fontevecchia’) conforme a la cual una persona, un funcionario público (por ej., el presidente de la Nación), o un órgano particular (por ej., la Corte Suprema) es en verdad la autoridad última (o el interprete supremo) dentro de esa comunidad. Por supuesto, es esperable que dentro de esa comunidad aparezcan divergencias y surjan conflictos, y por ello mismo es que las sociedades que conocemos organizan una serie de instituciones destinadas a procesar y resolver tales controversias. Típicamente, los poderes políticos procuran definir las directivas principales de las políticas públicas; mientras que las autoridades judiciales se encargan de laudar los conflictos y pretensiones encontradas entre las distintas partes de la sociedad”.
Los operadores judiciales deben predisponerse para sortear los obstáculos que impidan cualquier distorsión en el ejercicio de nuestros derechos, intentando una apertura en lo que refiere a la defensa de la tutela efectiva de estos.
“¡De eso se trata el diálogo! Se trata de aceptar el peso de lo dicho por nuestro interlocutor, cuando él nos ofrece un argumento razonable, y modificar en consecuencia la propia postura. De lo contrario, decimos que dialogamos pero en realidad mostramos que estamos por completo indispuestos a cambiar nuestra postura, aun cuando la sabemos equivocada. Esa actitud sería justamente la contraria a la actividad propia del dialogo judicial que invocamos”.
Este planteo cobra mayor relevancia si nos situamos en el actual contexto, caracterizado por el auge de las nuevas tecnologías y el dinamismo que acarrean. Los medios tradicionales de comunicación están en crisis en la posmodernidad o modernidad tardía donde las redes sociales han democratizado la comunicación masiva. Encontramos que un mensaje trae la información en tiempo real, sin importar la frontera, alcanzando a millones de destinatarios y haciendo obsoleta la comunicación que llega por vías clásicas. Advertimos el empoderamiento del ciudadano del mundo opinando e informando en tiempo real sucesos de la vida cotidiana.
El mundo digital despliega sus redes y conquista al público para nuevas tácticas de comunicación que exaltan la velocidad, la imagen y el minimalismo expresivo. Nos enseña Ivonne Bordelois que “los caminos actuales —Facebook, Twitter, WhatsApp— reducen o relativizan el impacto ideológico de la prensa y los medios convencionales, creando nuevas fuentes de información y discusión insoslayables —si bien no es posible discernir todavía con claridad del lenguaje que pueda emerger de estas nuevas trincheras— (…) A pesar de estas transformaciones, nos encontramos ante el paisaje de una sociedad que se pretende democrática pero que extrema la brecha de la desigualdad, intensificada por una escuela en la que el lenguaje ha dejado de ser una prioridad indispensable en el camino de la identidad comunitaria”.
III. Otras dimensiones
En cada etapa de la historia por medio de la libertad de expresión encontramos distintas posiciones enraizadas en la libertad de pensamiento y reflejadas en tantas visiones como personas que las expresan. En los últimos tiempos, acompañando la revolución de la democratización de los medios, se advierte una visión que desafía los límites impuestos y que se ve profundizada por lo que se ha dado llamar “posverdad”, entendida esta como aseveraciones que dejan de basarse en hechos objetivos para apelar a emociones, creencias o deseos del público.
La posverdad es un fenómeno propio de la deconstrucción de paradigmas universales. Tal dimensión se da en el marco de expresiones individuales o colectivas como un aspecto del desenvolvimiento del libre pensamiento. Sin embargo, esta relativización no constituye una variable para tomar partido en la protección de los derechos. La subjetividad no debe incidir en los operadores judiciales, guardianes de esta tutela. La libertad de expresión en sí misma, y la libertad de prensa como derivada de ella, deben ser garantizadas independientemente de nuestros gustos personales sobre las consideraciones que ellas traen acarreadas.
La institucionalización, la democracia, la república, los derechos humanos, no están a expensas de los vaivenes sociológicos, culturales, en determinado tiempo y espacio. Aquí la justicia debe contribuir a allanar los caminos que permitan correr los obstáculos que intenten amordazar cualquier expresión sobre asuntos de interés público. Es importante destacar los diferentes umbrales de protección de su intimidad que tienen los funcionarios públicos y los que aspiran a serlo, quienes, como sostuvo la CIDH, están sometidos a un mayor examen por parte de la sociedad.
El sostén de la representatividad está dado por la legitimad que surge de las consideraciones que los propios representados tienen de aquel a quien le confieren la administración de la autoridad. En este punto ya no solo hablamos de las expresiones sobre la gestión de los intereses públicos sino también de aquellas cuestiones de la vida privada de los operadores del sistema que deben estar a la altura de la autoridad conferida. Los parámetros de intimidad establecidos en el fallo “Ponzetti de Balbín” fueron un hito que permitió desarrollar una nueva jurisprudencia, cada vez más cerca de la necesidad de la gente de saber y difundir aquellos aspectos relevantes de la vida privada que permitan evaluar la gestión de la representación concedida.
Expresa Leonidas Donskis en relación a este punto: “La legitimidad y la representación democrática genuinas, y no tanto la búsqueda de formas eficaces de comunicación pública, se presentan como el problema fundamental de la política actual. Además, esa misma pregunta continúa sin respuesta respecto a si nuestras modernas sensibilidades políticas están en armonía o no con nuestras preocupaciones éticas y existenciales”.
En el juego de la democracia se puede estar de acuerdo en mayor o menor medida con la protección de la vida privada de los funcionarios públicos, pero no hay duda de que si alguien pretende asumir responsabilidades políticas conoce que la esfera de su intimidad será inevitablemente restringida. En tal sentido, la tensión se da en si pretendemos esferas de intimidad más amplias o una libertad de expresión fuerte y su consecuente libertad de prensa sólida e inquisidora.
Si bien estas reflexiones podrían entenderse alejadas a la discusión que surge a partir de lo resuelto por la Corte argentina en el caso en estudio, nuestra impresión es que el debate debe volver sobre el origen de la protección de los derechos para entender la profundidad de lo que está en juego. No es un mero debate sobre aspectos formales o literales de la interrelación entre dos organismos jurisdiccionales sino que, en definitiva, se trata de un pronunciamiento que se expide sobre la tutela de derechos fundamentales. El interrogante puede centrarse en determinar si la solución arribada contribuye o no a la protección de la libertad de expresión y la consecuente libertad de prensa.
El maestro Augusto Morello nos expresa: “En la era de la globalización, de las comunidades vertebradas en visión del conjunto de las Naciones partes que funcionan a través de Tratados, Documentos y Cortes Transnacionales, propuestas y finalidades comunes, el espacio de la justicia nacional ha sido notablemente excedido en sus límites territoriales y esfera de competencia supraestatales. De modo tal que lo que seguramente décadas atrás no era siquiera imaginable (art. 27 de la Constitución histórica de 1853-1860), los jueces argentinos (y así ocurre por caso con los países suscriptores de la Convención Americana sobre Derechos Humanos Pacto de San José Costa Rica de 1969), son en realidad manos largas e integran en función clave el sistema de Justicia Transnacional; y son parte de los eslabones que se anillan en la Justicia Internacional. La Comisión y la Corte Interamericana de Derechos Humanos cuentan a los órganos nacionales como piezas de un sistema o modelo integrado y complejo, y sus decisiones en los ‘casos’ en los que conocen son de acatamiento obligatorio para las naciones afectadas, de manera que el incumplimiento de sus mandatos genera responsabilidad internacional del Estado involucrado, estando la potestad sancionatorio a cargo de la Corte que funciona en San José de Costa Rica. Los operadores jurídicos saben, en el presente, que no pocas de tales controversias (…) pueden tener que remontar esa cuesta arriba y desembocar en la Corte Interamericana. No es ya excepcional ni sorprendente que ello acontezca, sino que en materia de Derechos, Libertades y Garantías Fundamentales, por el contrario, aletea de continuo esa expectativa y posibilidad concreta, que obligara por ende, a conocer y practicar procedimientos, técnicas, fases estructurales, estrategias y prevenciones de un tramo o red legal con matices definidos que exigen conocimientos, experiencia, intuición y, obviamente, prudente responsabilidad y habilidad profesional”.
En este sentido, cuando un derecho protegido por el Pacto de San José de Costa Rica es vulnerado, el análisis no puede solo restringirse a un debate entre las autoridades sobre el alcance de la supremacía de los fallos que ellas emiten, perdiendo de vista que los operadores son herramientas al servicio de garantizar el pleno ejercicio de los derechos. El ciudadano paciente necesita que le restablezcan la salud en el pleno ejercicio de sus derechos y no podemos posponer la solución privilegiando un debate sobre aspectos formales de los medios a utilizar para tal fin. Con la prudencia de no caer en una visión meramente utilitarista y poner en jaque la seguridad jurídica, ni afectar los derechos que nacen del debido proceso, se deben arbitrar los mecanismos para que el bien jurídico protegido sea tutelado de una forma efectiva.
En palabras del Dr. Rodolfo Vigo, “aun cuando pueda entenderse como algo exagerado o reductivo hablar del derecho como un ‘concepto interpretativo’ (Dworkin), lo cierto es que de ese modo se pone de resalto que el derecho no es una realidad para ser contemplada y descripta sino que requiere del saber prudente que lo vaya determinando en función de las circunstancias históricas cambiantes, y además, para que esa determinación sea propiamente humana y al servicio de la sociedad y sus integrantes se requiere que resulte de un discurso dialógico argumentativo”.
IV. Conclusión
La CS ha pretendido zanjar la discusión a partir de la resolución 4015/2017 aludiendo —en el consid. 3º— a que en la resolución de fecha 18 de octubre de 2017 la Corte Interamericana “sugirió, asimismo, que el Estado Argentino podía cumplir con la manda contenida en el punto dispositivo 2 del párrafo 137 de su sentencia anterior, mediante ‘algún otro tipo de acto jurídico, diferente a la revisión de la sentencia’ como, por ejemplo, la realización de una ‘anotación indicando que esa sentencia fue declarada violatoria de la Convenci6n Americana por la Corte Interamericana’ (párrafo 21)”. En virtud de ello decidió ordenar que se asiente junto a la decisión registrada en Fallos 324:2895 la siguiente leyenda: “Esta sentencia fue declarada incompatible con la Convención Americana de Derechos Humanos por la Corte Interamericana (sentencia del 21/11/2011)”.
En el entendimiento, tal como lo afirma la Corte Interamericana, que el caso que nos ocupa tiene efectos que “exceden por mucho el caso de referencia y plantean un cuadro de debilitamiento general de la protección de derechos humanos en la Argentina”, ¿puede interpretarse que la decisión de nuestro órgano máximo cumple con lo requerido?
¿Son asimilables los términos “sentencia incompatible” que “resolución violatoria”? ¿Pueden considerarse esos adjetivos “sinónimos”?
Más allá del esfuerzo de ambos Tribunales a partir de los pronunciamientos que siguieron a la resolución inicial, ¿alguna de las dos afirmaciones nos conduce a cumplir con el requerimiento original de “dejar sin efecto”?
Semántica, jurídica y políticamente: ¿dejar sin efecto la sentencia es lo mismo que declararla incompatible o violatoria?
De la respuesta, dependerá afirmar que nuestro país es un fiel garante del derecho a expresarse y la consecuente libertad de prensa, continuando el proceso histórico, que tiene carta de nacimiento en 1983, de una ininterrumpida profundización de nuestra democracia.
“Cuanto más simple es un alfabeto, más clara resulta la lectura. Los colores elementales constituyen las leras de mi lenguaje, sin otro soporte que la superficie del blanco y la efusión de un negro lineal”.